Vidas vulnerables, página 151, edición Planeta
Ese jueves de madrugada, Fabrizio terminó de traducir la novela de Thonet. Sacó la última página de la impresora al mismo tiempo que apagaba el computador. Extendiendo sus brazos en señal de fatiga se dejó invadir por esa sensación de profunda soledad que no le era desconocida. El mundo lleno de personajes de la novela y la omnipresencia del narrador emprendían la retirada. Durante las traducciones, Fabrizio se dejaba llevar de un modo inevitable por los cuartos ocultos del relato, pero sobre todo por el modo de contar del autor. En ese momento, alrededor de las de la mañana enfrentó -como cada trabajo terminado- la sensación de su propia realidad: la de Fabrizio Cardini, un traductor inglés-italiano de cuarenta y cuatro años que había vivido en Londres entre los cuatro y los veintidós años. Fue allí donde obtuvo su bachillerato en Letras, para luego, ya de regreso en Milán, licenciarse en la carrera de traductor. Sentado frente a la pantalla extinguida, Fabrizzio pensó en la cama conyugal, en el olor de Anna durmiendo con su camisón desteñido por los años. Ya no sabia si las sábanas eran amarillentas de origen o había sido el trabajo del sol al secarlas, pero las anhelaba: el uso las había suavizado al punto que cuando entraba en ellas eran como su segunda piel. |
Vidas vulnerables, página 96, edición Planeta
El café de la mañana, más que un rito, era para Claudio Álamos una necesidad. Sin recordar gran parte de lo sucedido la noche anterior en alguno de los bares que acostumbraba frecuentar, salía de la cama aún dormido, se duchaba y emprendía su camino al banco.Era agente de una pequeña sucursal de la calle Miraflores. Ese lunes al llegar fue al baño en busca de una aspirina. Analizó con severidad su imagen en el espejo. El desgaste a que había sometido su cuerpo a lo largo de sus cuarenta y dos años estaba impreso en las bolsas que se insinuaban bajo sus ojos verdes y en las incipientes estrías que bajaban por sus mejillas. Su pelo ralo, que partía más atrás del quiebre de la frente, lo hacía verse aun mayor. Se sentó en su escritorio a esperar la llegada de un nuevo ejecutivo de cuentas, un joven recién salido de la universidad, contratado por la casa matriz. Divagaba entre las imágenes sueltas de la noche anterior cuando oyó una voz aproximarse a su oficina. En el marco de la puerta se perfilaron las siluetas del gerente de sucursales y su acompañante. -Buenos días, Claudio, aquí traigo a tu nuevo hombre, Arturo Bossard- escuchó decir a su mofletudo jefe. Quiso reaccionar con jovialidad pero su mente trasnochada lo traicionó y sólo fue capaz de proferir un escueto “buenos días”. Para sacudirse el aturdimiento, cambió el rostro y les ofreció café. Camino al escritorio de su secretaria, recompuso la imagen del joven. Era un tipo alto, fornido, de talante varonil. Inundado por esta agradable sensación retornó a la oficina. El rostro entusiasta del novato le hizo sentir envidia de su juventud; a esa edad aún podía hacer con su vida lo que quisiera. Para el agente, el futuro se presentaba como la superficie resbaladiza de un extenso lago congelado. La posibilidad de un cambio de vida ya no era cosa fácil. Creía hallarse en un punto donde sólo parecía posible conservar el precario equilibrio entre las dos caras de su existencia. Con el paso de los días se formó un imagen de Bossard: simpático, de risa pronta y, según lo que contaba, muy amigo de sus amigos; antofagastino de origen, hijo de un capitán de aviación y residente en numerosas ciudades de provincia a lo largo de su infancia. Era sin duda un joven con desplante, pero, según el parecer de Álamos, carente de delicadeza. Cierta tosquedad en sus gestos, su habla corriente, incluso su traje Príncipe de Gales, lo acercaban a esos sujetos desagradables con los que trataba seguido dentro del banco: heterosexuales de escasa imaginación. El único obstáculo para clasificar a Bossard en esa categoría era su atractivo. Deseaba tratarlo con distancia como a los demás, sin embargo Álamos era sujeto de emociones que lo impulsaban a condescender al muchacho en lo que fuera. Con los meses su conflicto se agudizó. Cada vez que Bossard estaba en su presencia, su coraza se reblandecía y el pulso acelerado le quitaba el aliento. En forma simultánea crecía en su alma un temor difuso a ser descubierto en sus intenciones aún no resueltas acerca de él. Sin darse mayor cuenta le brindó su asilo al muchacho, buscaba los momentos con él y no desperdiciaba oportunidad para introducir temas personales que sirvieran de puente a una amistad más intima. El joven se sintió cada vez más acogido e hizo de su jefe un confidente al interior de la oficina... |