“La libertad se gana reafirmando la individualidad”


El 2004 ha sido un año importante en la vida de Pablo Simonetti. Publicó “Madre que estás en los cielos”, su segundo libro después de 5 años de silencio editorial. Acá habla sobre su mundo narrativo, el proceso de escritura, su visión con respecto a la literatura y los escritores que más admira.


Por Juan Pablo Roncone.

Faltan tres días para Navidad. Mi reloj marca la una de la tarde. Hace calor. Simonetti abre la puerta del ascensor, nos saludamos y salimos fuera del edificio. Caminamos por el Parque Forestal. “¿Está bien aquí?”, pregunta él mientras señala una banca. Nos sentamos. El parque está casi vacío.
Simonettí habla con calma, reflexionando en voz alta. Me pregunta por la revista y por la universidad. Una pareja de ancianos pasa caminando frente a nosotros.

Pablo Simonetti nació el año 1961, en Santiago. Es ingeniero civil de la Universidad Católica. Obtuvo un master en ingeniería industrial, también en la PUC, y un master en Engineering-Economic System en la Universidad de Stanford, California. Sin duda, no ha seguido el típico camino que realizan la mayoría de los escritores en Chile. Sólo a los 31 años sintió la necesidad de escribir. Sin embargo, desde ese momento, cuando supo que sólo escribiendo lograría encontrar su lugar en el mundo, se ha dedicado 100% a la literatura. En 1996 obtuvo el segundo premio en el Concurso de Cuentos de la Revista Paula con el relato “Fornoni”. En 1997 ganó este mismo concurso con “Santa Lucía”. Ambos cuentos aparecen en “Vidas vulnerables”, su primer libro, que publicó en 1999. “Madre que estás en los cielos” es su primera novela y ha tenido una excelente acogida por parte de los lectores –más de 11 mil ejemplares vendidos hasta el momento-. Jaime Bayly escribió elogiosos comentarios sobre la novela, señalándola como uno de los mejores libros que ha leído durante el último tiempo.
Por estos días navideños Simonetti prepara las maletas para Zapallar –va y viene de Santiago constantemente-. Después del lanzamiento y promoción del libro, intenta tomar distancia y seguir adelante con sus proyectos.


¿Cómo nació “Madre que estás en los cielos”?, ¿en qué momento sentiste que había una novela que debía ser contada?
Yo siempre sentí, desde que murió mi madre (murió de cáncer, muy rápido; sólo transcurrieron dos semanas desde que se supo hasta que murió), que algo muy impresionante había ocurrido ahí para mí, como ciertas conversaciones que tuve con ella… Por otro lado, pensaba en esta disposición del final de la vida para recordar y rememorar y hacer una evaluación de tu existencia. Pero eso no era suficiente, siempre esperaba que algo más cuajara. Y en algún minuto cuajó la historia de la marginalidad interior de los tres protagonistas: Julia es la principal, pero están sus hijos, Andrés y María Teresa. Entonces, cuando sentí que ellos tres sentían una forma de pérdida o de distancia con el seno que los había acogido, recién ahí la inspiración de la novela se expandió, dejó de ser sólo una luz en el horizonte y se convirtió en un paisaje.

Los lectores te sienten muy cercano a Andrés. ¿Cuál es la relación entre tus personajes y la realidad?
Tienen una especie de soplo de vida que podría haber nacido de algunos personajes cercanos míos. Pero es sólo el brote de un árbol. Después toman una forma, una morfología totalmente distinta. Es evidente que la gente piense que Andrés tiene una correspondencia de historia cercana conmigo, pero para nada fue así, mi vida no ocurrió de esa manera. Hay ciertas cosas de la infancia que sí, yo era un niño retraído, dado a la reflexión, al estudio.

Hablabas harto en la mesa, como Andrés…
Sí, sí, era un poco niño mateo. Pero de grande, en la historia propiamente tal, en el área más dramática del asunto, el encuentro con el padre o con el hermano y el haberse marchado a vivir afuera, todo eso es imaginario.

¿Cómo fue el proceso de escritura de la novela?, ¿siempre tuviste claro que Julia narraría la historia en primera persona?
Fue raro. Yo llevaba varios años intentando escribir una novela. Había intentado otras tres novelas y habían ido quedando en el camino. Y de repente ese año me fui a recluir a un refugio que tengo por ahí y me senté frente a la pantalla. Yo tenía toda la idea de la novela, pero en realidad la sensación de la voz fue la primera frase: “No deseo pasar por el final que me espera”. Ahí supe que era Julia. Era imposible no entrar en esa voz. Además, ahí estaba la riqueza de ese personaje, en el sentido que era un personaje que se iba a desplegar frente a los ojos de los lectores, pero que también iba a mostrar sus métodos de engaño y su ceguera. Al estar hablando ella va diciendo todo lo que piensa, lo que cree, pero muchas veces, por lo menos así lo experimenté yo, hay lectores que dicen: “pero esta señora se esta mintiendo a si misma”. Entonces, me interesaba esa conversación o ese revuelo interior que muchas veces no tenemos la oportunidad de ver. El lector tiene la posibilidad, por un lado, de ser muy crédulo y por otro, de ser muy cínico al apreciar a su personaje.

Cuando uno lee la novela siente que no podía haber sido escrita de otra manera, que sólo Julia debía narrarla.
Sí, en el minuto en que yo terminé de escribir terminé la novela que Julia hubiera escrito. Por eso se produce esa identificación. Si hubiera usado una tercera persona hubiera sido otra novela, definitivamente, con otros conflictos. Voz, estilo o como quieras llamarlo e historia creo que son indivisibles. Uno se alimenta del otro. El argumento y el estilo son una sola cosa. Un relato de Andrés en primera persona, por ejemplo, hubiera sido otra historia, hubiera tenido otra organización de capítulos, otra forma de traer la memoria al presente. Definitivamente hubiera sido otra novela, porque el personaje te demanda su propia realidad, su propia constitución.

Si bien son novelas muy distintas, “Madre que estás en los cielos” tiene un nexo con “La edad de hierro” de JM Coetzee. Ambas son narradas por una mujer de edad avanzada que está muriendo.
Sí. Un amigo me la regaló cuando escribí la primera parte del libro… Bueno, tú me preguntaste hace un rato sobre el proceso de escritura. Escribí el primer mes y medio 150 páginas. Después estuve parado durante un año en el que avancé 20 o 30 o 40 páginas. Después vino otro mes y medio o dos meses en que la terminé. Fue torrencial ese periodo. En ese proceso del año algo estuvo madurando dentro de mí, de alguna forma ahí vi el final. Y cuando vi el final, lo que había entre el presente y el final era una línea recta, una flecha lanzada: escribí torrencialmente, sin ninguna duda sobre lo que estaba escribiendo y sabía exactamente cuáles eran los pasos que tenía que dar. Bueno, entonces, durante esta “parada”, le comenté a un amigo sobre mi novela y los problemas que estaba enfrentando. Él me regaló “La edad de hierro”. La comencé a leer, pero le tengo tanto respeto a la literatura y sobre todo a los buenos escritores, como Coetzee, de quien ya había leído “Desgracia” e “Infancia”, que después de leer las primeras páginas lo dejé. Me iba a sentir terriblemente influido y, por otra parte, muy inhibido en mi propia creación. Cuando terminé de escribir mi novela me propuse leerlo. Lo tengo entre los libros seleccionados que leeré este verano, pero no he querido hacerlo todavía porque sigo temeroso a la comparación. No me quiero comparar con él. También hay uno de la Susana Tamaro que parece que también tiene una estructura parecida. Tampoco quiero compararme con ella. Otra amiga me lo regaló. A propósito, estaba pensando en una amiga escritora que para escribir sus novelas lee la mayor cantidad de novelas que tengan algún tipo de semejanza con sus proyectos y, de alguna forma, hace un trabajo de investigación, recaba información, la palabra recaba es bien indignante…

En ese sentido tú no trabajas así. Intentas no contaminarte.
Claro, todo lo contrario a mi amiga. Para mí sería imposible. En esto tengo un cierto grado de seguridad porque todo buen escritor es un gran imitador, tanto de las personas, como de las voces de otros escritores y para mí hay ciertas voces que son ineludibles. Si me meto a leer un libro de Somerset Maugham o de otros escritores que admiro, el fraseo y la voz se me pega. Entonces, si yo estoy leyendo a Coetzee y además una novela que trata un tema semejante al mío, voy a terminar mal. Mientras escribía mis libros de compañía principales fueron, al principio, “Las memorias de Adriano”, que ya había leído y aunque tenía que ver con mi obra la índole del tema era tan distinta que sabía que no me iba a sentir influido tan directamente. Por eso me atreví a leerlo nuevamente y realmente me pareció que ahí había algo, algo misterioso en el tono. Creo que en cierto sentido hay una herencia ahí. Después leí “La familia Wapshot” de John Cheever, que es una historia familiar también, pero americana, vista en una tercera persona más impersonal.

Sólo conozco los cuentos de John Cheever.
¿”La geometría del amor”?

Sí, con las anotaciones de Rodrigo Fresán.
Sí, es estupendo ese libro. En la misma editorial está “La familia Wapshot” y también tiene un prólogo de Fresán. Después, siempre mientras escribía, leí “Conversación en la catedral”. No lo había leído y me produjo tan impresión, lo pasé tan bien leyéndolo, me metí tanto que en un minuto mi Julia se puso a hablar como el personaje de “Conversación en la catedral”. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para que no se colara esa voz.

¿Cuándo supiste que querías ser escritor?, ¿fue después de la universidad?
Sí, fue mucho después. Sin embargo, siempre tuve el anhelo, pero era un anhelo vacío. A tu edad no estaba entre mis planes inmediatos escribir. Estudiaba ingeniería, quizá estaba en tercer o en cuarto año, y la ingeniería me fascinaba. Los primeros años de universidad fueron increíbles, fueron como descubrir el mundo físico en un lenguaje sofisticado. Pero sí necesitaba de la lectura como un cable a tierra, como una conexión con las emociones, porque la matemática es, en cierto sentido, un refugio psíquico en el que tú te abstraes completamente de tus emociones y del entorno. Me pasó después con el bridge, también jugaba bridge. Eran formas bastante escapistas de refugio emocional. Era precario finalmente como logro vital, como logro humano, porque todas estas cosas eran una forma de no estar en contacto conmigo ni con mis seres queridos. Esto de alguna forma lo solucioné a través de una terapia. Cuando la terapia me ayudó con todo esto, esta misma abstracción ya no me servía para el mundo del trabajo porque, obviamente, todo era más concreto: tenía que lidiar con personas y cosas así. Entonces encontré este camino, que está a medio camino, no es la total empatía ni conexión con el mundo ni tampoco la abstracción absoluta. Ahora bien, como necesidad estuvo ahí siempre. Pero nunca escribía. Sin embargo, y esto es lo más raro del mundo –no sé por qué fue así- a los 34 años se me hizo imperioso escribir, necesitaba escribir. En el trabajo ya había tenido varios problemas, no problemas técnicos ni nada de eso. Iba donde mi jefe y le decía: “Yo lo pasó muy mal aquí, me aburro mucho. Me retan porque llego a las 10 de la mañana, pero ojalá pudiera llegar a las 11 y me pudiera ir a las 5”. Yo sentía que mi mundo y mi vida estaban en otra parte. Me pedían que me comprometiera más con el trabajo, pero no podía. Incluso, durante dos años, hice un ejercicio súper grande en el que intenté comprometerme profundamente. Realmente tenía un trabajo que era muy exigente en el sentido de que requería atención y dedicación, pero era muy plano. Hasta que un día me decidí y les dije me voy, no vuelvo más. Esto fue en febrero y en los primeros días de marzo entré al taller de Gonzalo Contreras y el tiempo comenzó a pasar. Además, renuncié en febrero, pero me dijeron que me fuera en junio. Pasaron seis meses en los que seguí trabajando, pero era distinto porque en cualquier momento podía irme. Era una doble jugada.

A propósito, ¿cómo fue tu experiencia en el taller de Gonzalo Contreras?
Fue muy positiva. Rescato mucho encontrarse con gente que está en lo mismo de uno y tener pares en un ambiente no envidioso, un ambiente muy cooperativo, aunque por momentos pudiera ser cruel, pero sin perder el ánimo de cooperación. Estar ahí para mí, en algún momento, fue como descubrir la pólvora. Y la razón es que yo me sentía muy solo, no conocía a nadie, no tenía contacto con nadie…Me da risa porque de repente hay gente que quiere ser escritora y me pregunta cómo funciona esto y yo les digo cómo funciona qué. La literatura, me dicen, dónde se juntan, qué hablan. No nos juntamos en ninguna parte, respondo, no hablamos de nada. O sea, de repente nos encontramos y hablamos, pero… a lo que voy es que no hay una mecánica para llegar a ser escritor. Cada uno llega de distinta forma. Ahora, aquí, en el taller de Gonzalo, encontré una mecánica que por los menos me pareció plausible. Lo otro es que me soltó las manos, me hizo escribir, me incentivó. Hay personas que no lo necesitan, pero yo lo necesitaba. Por otro lado, fue un encuentro con una tradición literaria más personal porque Gonzalo, además de tener sus escritores favoritos, te va dando escritores que tienen que ver contigo, te los va entregando.

¿Cuáles fueron los escritores que te marcaron durante esos años, en tu primer acercamiento formal a la literatura?
Por alguna razón misteriosa siempre han sido escritores europeos los que he leído más: ingleses, rusos y de Europa central. Me ha costado entrar en las tradiciones literarias de Francia y España. Desde Shekespeare hasta Ishiguro, en Inglaterra. Ahora que lo pienso, el escritor que, lejos, más me influyó en un principio fue Tolstoi, “Anna Karenina”, especialmente. Es raro porque con toda la admiración que le tengo a Tolstoi, la lectura de “Anna Karenina” me hizo sentir que yo podía escribir. Con Hernry James, en cambio, me pasaba que me sentía absolutamente inhibido, sentía que era tan imposible alcanzar ese grado de manejo de lenguaje y esa inteligencia destellante, que me nublaba, me enceguecía. Con Tolstoi, que era igualmente brillante, me sentí más cercano, el lenguaje no me hizo salir arrancando. De los ingleses modernos me pasa lo mismo con Kazuo Ishiguro, Ian McEwan. A mí me interesa mucho la literatura de la intimidad, de las emociones, de los sentimientos. No me interesa la literatura social o que pretenda dar cuenta del tiempo. Yo nunca me voy a plantear en estos términos: “¿qué trama novelesca es la que mejor representa el tiempo que estamos viviendo?” Ahora bien, por supuesto que el tiempo está en mi novela y yo lo tomo en consideración muy seriamente porque creo que es una parte necesaria y fundamental en la constitución de mis personajes y del escenario, pero nunca lo pondría primero que el personaje. A mí se me aparecen los personajes primero y después algún tipo de conflicto, siempre un conflicto de la intimidad.

Cuando pasa el tiempo y recuerdo un libro, primero recuerdo los personajes. Luego pienso en el argumento, en el estilo, en la estructura, pero siempre el primer recuerdo pertenece a los personajes
Sí. Las imágenes también. Hay ciertas imágenes que tú las ves como un cuadro de Velásquez. Imágenes que contienen emociones.

Los lectores se dan cuenta cuando un libro es más sentido, emotivo o visceral, en contraposición con una literatura más cerebral que busca un fin intelectual, político o social.
De un libro con la representatividad, la fuerza y el sentido de “El guardián entre el centeno” se podría pensar que es casi completamente intelectual… pero no, es lo más sentido que hay. Hay una especie de espontaneidad humana que sale del libro.

¿Te gusta Salinger?
Sí, lo encuentro prodigioso. No es mi estilo, yo no consigo esa epifanía de la imagen que él logra. Siempre me acuerdo de ese cuento de un señor con una niña en la playa…

“Un día perfecto para el pez plátano”
Ese. Ese cuento, de alguna forma, contiene varias epifanías. El Joyce inicial también es formidable en ese sentido, el de “Retrato del artista adolescente” y de “Dublineses”. En cambio, el de “Ulises” no me conmueve tanto.

Pasemos al cuento. Se suele decir que el cuento es un paso previo a la novela o que, incluso, es un género menor. Cuando un escritor joven saca su primer libro de cuentos la mayoría de los periodistas le preguntan cuando viene la novela. ¿Qué piensas tú?, ¿cuento y novela son equiparables o se mueven en carriles totalmente distintos?
Yo creo que esto del género se va a volver cada vez más difuso. Incluso, acá ya han salido varios libros como “En compañía de actores”, de Torche; “Cortos”, de Fuguet o el libro de Claudia Donoso en los que está el cuento, pero es un cuento con una secuencia del mismo personaje…O Bolaño en “2666” que son 5 novelas en una.

Bolaño es un gran escritor. La segunda parte de “Los detectives salvajes”, esa especie de monólogos que se van cruzando y van tejiendo la historia…
Claro, claro, podrían tomarse también como cuentos en sí mismos. Sí, porque el principio de “Los detectives salvajes” son 170 páginas de diario y después vienen esta especie de monografías sobre los personajes: Juan Enrique Rosado o Piel Divina, por ejemplo, que son personajes impresionantes… Yo creo que en todos ellos hay literatura, en todos ellos hay belleza lingüística… Entonces, pensar en Borges como en un cuentista es como pensar en Cortázar como un cuentista…o sea, Cortázar pasó a la historia finalmente por sus cuentos y no por “Rayuela”, que fue más por la época, pero como brillo literario es mayor el de sus cuentos.
Yo creo que en Chile el cuento está muy subvalorado. Es tremendamente subvalorado y es un problema que nosotros los escritores chilenos estamos teniendo que enfrentar porque a nuestros lectores les dicen “cuento” y arrancan, no sé por qué. Pero me fijo, por ejemplo, en el mismo Fuguet, que publicó “Cortos”, que es un buen libro. Fuguet es un tipo que tiene amplios lectores, tendrá una base de cinco mil lectores, por lo menos, y yo sé que el libro de cuentos no ha vendido ni mil. Entonces, ahí hay un fracaso de la comunicación entre los escritores y el lector porque, de alguna forma, el lector no está queriendo a su escritor como un todo, sino que lo está condicionando. No sé por qué será. Es curioso porque se cree que uno debiera leer más cuento que novela, porque los cuentos son más fáciles de tomar: se leen y se dejan. Siempre se habla de que la vida es tan apurada y qué se yo. Ahora, yo tengo una explicación para esto. En Chile el 80% o 90% de las personas que leen son mujeres, y lo que el lector busca es compañía. Ahora, no hablo del lector culto o informado que está más o menos asociado al acontecer literario. Estoy hablando de la mujer que va y quiere leer una novela… esa mujer busca compañía y la novela les da eso: la novela las acompaña o los acompaña durante un mes o durante 15 días. El cuento, en cambio, en general, acrecienta la sensación de soledad.

¿Durante este tiempo has seguido escribiendo cuentos?
Sí, pero poco. He escrito dos o tres cuentos para alguna antología, para cosas que me piden en revistas.

En el caso de “Vidas vulnerables”, cada cuento lo pensaste como un universo propio, como un todo independiente o los fuiste escribiendo al mismo tiempo, en conjunto, para que se potenciaran como una galería.
Yo tenía más cuentos de los que salen publicados en “Vidas vulnerables”. Ahí reuní los que tenían el mismo espíritu, la misma chispa. Son personajes marginales. En otras ocasiones lo he explicado así: son personajes que están al margen, pero dentro del margen o con un esfuerzo desorbitado por permanecer dentro del margen. Para mí el margen es una referencia. Me interesa el marco y acercarme a los márgenes de mí propia percepción de vida, ¿te fijas? Yo mismo intralimito mi búsqueda y es ahí donde encuentro mucha inspiración, cuando siento que estoy al límite de mis emociones con respecto a algo a lo que pertenezco o en lo que estoy. Pero sin salirme, no soy un francotirador. Estoy siempre con los personajes.

¿Crees que es imprescindible querer a tus personajes, como dice Fuguet?
Sí, fundamentalmente hay que tenerles, por lo menos, simpatía. Incluso a los más malos, porque los llenas de vida. Hay personajes de mi novela que me resultaban antipáticos y a veces me volcaba en ellos.

En “Vidas vulnerables” hay cuentos que son tenues, que ganan por puntos. Pero, siguiendo con el ejemplo de Cortázar, también hay otros más clásicos, con un final sorpresivo que gana por nocaut.
Los dos relatos que considero mejor logrados de “Vidas vulnerables” -fuera de “Fornoni” que fue el primer relato y que me gusta mucho- son, por un tema de factura de ficción, “Gente de sucursal” y “Santa Lucía”. En ambos hay un final que es evidente y perentorio, pero al mismo tiempo no es un final cerrado. Tú sabes, como lector, que la historia llegó a su fin, pero no necesariamente te resuelve todas las claves.

Amor virtual” también me gustó mucho.
Fue uno de los últimos cuentos que escribí. “Amor virtual” y “Bodas de oro” son los precursores de “Madre que estás en los cielos”. Es evidente y se vuelve evidente al leerlos ahora, con el tiempo. Es algo que sólo supe cuando escribí “Madre que estás en los cielos”. Ambos son los cuentos largos que escribí en la serie, porque “Santa Lucía” o “Fornoni” son más una flecha lanzada a un objetivo fijo, algo más parecido a un aparato de precisión. “Amor virtual” y “Bodas de oro” yo los siento más como un río con meandro.

¿Escribes todos los días, como un hábito o trabajas por proyectos más concretos?
Trabajo por proyectos. Quizá mi experiencia como ingeniero influyó en eso, no lo sé. Por ejemplo, terminé las correcciones de “Madre que estás en los cielos” el 30 de mayo del 2004. Un día lunes entregué a las editoriales y, programando, pensé: bueno, esto se acabó, ahora me pongo a escribir otra cosa y empiezo una nueva vida. Siempre me da vueltas un consejo que me dio Roberto Bolaño. Me dijo que cuando presente una novela debo estar ya escribiendo la otra, para perderle el apego porque sino es muy fuerte. Bueno, el jueves de esa semana me llamó un editor y me dio una respuesta, al otro día otro editor y así… Ahí empezó la negociación, que fue súper pesada porque se pelearon harto entre ellos, se llamaron por teléfono, se increparon. Se produjo un comidillo terrible y yo me puse muy tenso. Entonces en ese estado, después de haber pasado dos años casi en estado de gracia, pasar a una cosa tan concreta, tan mundana. No sé si llamarla frívola, pero con respecto a lo que nosotros sentimos por la literatura es muy frívolo. Después de un tiempo finalmente decidí y de ahí hasta llegar a septiembre fue una vorágine. Nos juntábamos todos los días con un editor un par de horas, de lunes a viernes. Mi editor fue Mario Valdovinos, que es un editor excelente. Nos juntábamos porque a él le gusta editar leyendo contigo. Fue una edición muy acabada, muy artística. Eso me gustó mucho: que no fuera una edición huevona, de estilo… Fue muy agradable tener un editor con el que podía conversar y discutir muchas cosas. Le planteaba mis puntos de vista, le explicaba por qué puse este párrafo o este diálogo, y el tipo me entendía. Yo creo que un mal libro no llega nunca a ninguna parte, pero un buen libro necesita una buena edición. No creo en esos escritores tan autosuficientes que no necesitan un editor, porque es evidente que hay cosas que tú no vas a ver. Un señor que hace una escultura necesita a un curador que la pone en cierto lugar, la reúne con otras cosas, le da cierto realce.

Hay autores que dicen que es tan importante corregir como escribir. ¿Qué opinas?
El 26 de enero terminé la novela y de ahí hasta el 30 de mayo la revisé. Fue una revisión muy obsesiva: se me enrrollo como una serpiente en el cuello. Creí morir de angustia y de dolor. Me levantaba a las 4 de la mañana a revisar una palabra o un verbo que creía que estaba mal usado y así. Hice 3 correcciones en silencio, mirando el computador y luego 2 lecturas, solo, en voz alta. Después lo volví a leer en voz alta frente al editor y fui descubriendo nuevas cosas: muchas veces no te das cuenta de tu propio sonsonete, tus propias cadencias...

Eso pasa mucho en el trabajo de taller, cuando se lee en voz alta frente a otros.
Sí, pero ojalá en el taller olvidarse de eso, porque no es lo fundamental. Lo fundamental es la imaginación, es el tono estético, la belleza que hay en los relatos, lo que nace de adentro, y eso hay que cuidarlo como hueso santo y trabajarlo. Eso es mucho más importante que la estructura. Por ejemplo, la estructura de “Madre que estás en los cielos” que podría parecer elaborada al máximo fue algo que salió súper natural. Cuando tú realmente te rindes antes tus personajes y lo que quieres contar… Obviamente, yo me imaginaba que iba a contar algo que duraba 70 años. Inmediatamente pensé que si hacía una historia lineal temporal, me mataba yo y se mataban los lectores. Pero son cosas que se vuelven muy evidentes después. Las cosas técnicas son relativamente fáciles, tú puedes alcanzar una cierta eficiencia. Lo importante es lo otro, el magma creativo, la materia de tú literatura.

Con relación a ese magma creativo del que me hablas, ¿es algo misterioso, algo con lo que se nace o es algo que se puede ir potenciando?
Siempre digo esto, y aunque suene como el mayor de los lugares comunes, creo que hay que ser lo suficientemente valiente para escucharse a sí mismo. Y escucharse a si mismo, y no es tan obvio, significa oír tus miedos, tus aprensiones, tus deseos inconfesables. Debes olvidarte de quien eres tú en el mundo. Además, porque tus personajes dejan de ser tú, pero en el fondo… es peor que el cuento del mono y el ser humano. Tus personajes tienen el 99.999 % de su ADN igual al tuyo. Pero ese ADN es misterioso, es cavernoso, porque yo escondo partes mías ahí. Yo tengo personajes guardados en mi interior y hay que ir y sacarlos.

¿Cuál es tu visión de Chile, cómo ves el país?
Bueno, mi visión de país ha cambiado mucho con el tiempo. Yo era una persona muy pesimista, pensaba que vivir en Chile era la peor pesadilla que se le podía regalar a alguien. Vivía muy atormentado, muy asfixiado, pero descubrí que la asfixia era algo interior y que no necesariamente era el smog (risas). Me sentía asfixiado por mi condición gay, por la ramplonería, por la falta de mundo, la intolerancia de gente muy obtusa, gente de muy poco vuelo. Una falta de gusto, de apreciación estética… Si hay una patria a la que yo siento que pertenezco es a la literatura y a la patria de mis amistades. Y mis amistades, en general, son personas que comparten ciertos valores básicos, creen que la reflexión es interesante, que conversar y discutir el mundo que estamos viviendo es un ejercicio llamativo. Nos gusta hablar mucho y yo ahí me siento en mi salsa. La libertad se gana, también, reafirmando la individualidad. Cuando yo dije: mira yo soy así y al que le gusta bueno y al que no, no, inmediatamente sentí una libertad muy grande. Además, me encontré con más pares a lo largo de la vida.

¿Éste proceso de reconciliarte con Chile coincidió con tu acercamiento a la literatura?
Sí, sí, la literatura me dio mucha libertad. Es uno de los oficios que más te ayudan a alivianar el peso de la noche, como le dicen acá. Pero mira, yo siento que igual hemos asistido en estos últimos 14 o 15 años a un cambio radical de concepto. La gente está más preocupada de vivir su vida que vivirle la vida al del lado y así…aunque no tanto, todavía hay gente que vive diciéndole al del lado lo que tiene que hacer y pelando y comentando y la huevada… pero igual, yo me siento súper libre, yo hago la vida que se me para en gana y si me pelan mala suerte, no me importa. Además se respira otro aire público, uno puede opinar lo que opina públicamente. Antes no se podía. Vivíamos en un país en el que te decían pero oye, esa cosa no se va a publicar nunca. Ahora todo se publica. Esta sensación de libertad de expresión, sobre todo para los escritores, da una sensación de progreso porque las ideas están en el espacio publico y son discutidas y no está esa sensación terrible… ahora, igual hay censura, o sea, yo he mandado cartas al mercurio que no las han publicado porque han sido censuradas, definitivamente, pero hay algunas que sí han sido publicadas y eso antes era impensable.

¿Qué estás leyendo ahora?
Yo no tuve una educación formal en literatura. Siento que aún sigo educándome y que hay cosas que tengo que leer casi por obligación, aunque en realidad lo hago por gusto porque sigo las corrientes que me interesan. Ahora estoy leyendo “Servidumbre humana” de Somerset Maugham. Ya había leído “Al filo de la navaja” y “La señora Craddock”. Pero son autores que me llaman. Estoy leyendo, también, la primera obra de Vargas Llosa, después de leer “Conversación en la catedral”.

Quedaste enganchadísimo con “Conversación en la catedral”…
Para mí “Conversación en la catedral” es la novela más grande que se ha escrito en Sudamérica. Me quedé tieso. Admito que la creatividad selvática de García Márquez es admirable, pero a mí no me conmueve. En cambio, la eficacia, la destreza narrativa de Vargas Llosa para meterme en una cantidad de cosas y de situaciones… El Vargas Llosa de ahora no me gusta mucho. “La fiesta del chivo” es una mala copia de “Conversación en la catedral”. Hace poco fui a Perú por primera vez en mi vida y, de alguna forma, ya lo conocía. La potencia narrativa de “Conversación en la catedral” es increíble. Es como estar al lado de una fuente de poder, como Heeman (risas). Es admirable esa destreza que tiene Vargas Llosa para narrar en primera, en segunda, en tercera, de meter en un diálogo cosas que están pasando y además armonizarlo todo de una manera estética y visual. Mira, hay un libro que seguramente tú has leído, se llama “6 propuestas para el próximo milenio” de Ítalo Calvino. Es un libro que contiene 6 clases magistrales o conferencias solemnes que Calvino hizo por 500 mil dólares en Harvard. Es un premio que han ganado Borges y otros. Cuando se lo dieron a Calvino él quiso escribir sobre los 6 pilares que iban a dominar la estética del próximo milenio. El primer pilar es la rapidez, cosa que Vargas Llosa en ese libro domina. Es una maravilla que en un libro de 700 páginas, aunque te demores un mes en leerlo, cada cosa que estás leyendo la lees con velocidad. Dos: la visualidad. Eso es una cosa que muchos escritores olvidan y que es fundamental. Cuando a alguien le dicen “oye, leí tu libro y realmente es como si uno viera lo que está pasando”, eso quiere decir que eres escritor, que narras de verdad. La narrativa tiene que buscar las imágenes, no como la poesía, que es mucho más abstracta. Tres: la multiplicidad. Es decir, un texto debe dar para muchas lecturas, para muchas interpretaciones. Es sentir que te están contando algo con riqueza. Después la consistencia: lo que cuentas en la pagina 600 debe ser parte del mismo cuento narrativo que creaste en un comienzo. La levedad: quiere decir que el lenguaje no se interpone en la ficción, no es ni más ni menos. Cuando me preguntan a mí por qué creo que “Madre que estás en los cielos” tuvo el éxito que tuvo… bueno, uno puede encontrar una serie de razones de mercado, que hay un interés de un grupo de personas a las que obviamente le interesa esa ficción… pero creo que si hay dos valores que tiene la novela desde un punto de vista narrativo son la visualidad y que el lenguaje no está ni mas allá ni mas acá de lo que se quiere contar. No se excede ni se queda corto. Es un punto difícil de lograr y yo creo que lo logro.